Batalla Pozo de Vargas – Dos mujeres
Rodolfo Schweizer
Abril
2019.
Uno de los temas más interesantes en
torno al relato de las batallas militares que jalonan cualquier historia son
las anécdotas. Ellas humanizan el valor de la gente común; les ponen nombre al
valor de individuos que de otra forma quedarían anónimos y olvidados. Ellas
complementan la historia oficial que queda en los papeles, agregándoles la
transmisión oral, o sea la tradición que intrínsecamente reside en la memoria
de los pueblos.
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La tigra. Paseo de la Mujer Federal. La Rioja |
El trajinar del combate ya lo
conocemos no solamente por los datos históricos, sino por lo que nos cuenta el
relato popular y folclórico a través de la Zamba de Vargas en sus varias
versiones, de la cual ya hablamos en el pasado en este mismo medio.
Sin embargo, de no menor importancia
es la anécdota de que en ese combate se cruzaron, sin encontrarse, dos mujeres
que tienen una doble importancia: la primera porque inspiraron nuestro folclore
con dos hermosas zambas: La desterrada, sobre poema de Ariel
Ferraro y música de Ramón Navarro y La Rubia Moreno, de Cristóforo
Juarez y Agustín Carabajal; la segunda porque revelaron sus respectivas conductas
morales de jugarse la vida por una causa nacional. Nos referimos aquí a Dolores
Díaz, la tigra, que acompañó a Felipe Varela y a Santos Moreno, la famosa Rubia
Moreno que acompañó, junto a su padre y esposo, a los Taboada.
No juzgamos aquí el mérito de sus
causas. Solamente rescatamos del olvido la entereza moral de dos simples
mujeres del siglo 19 y su lucha por un ideal a cambio de nada.
Una de las mejores definiciones de
este tipo de mujeres la da la riocuartense Susana Dillon: “Esas mujeres bravas de su tiempo no conocieron la dulzura del gesto
femenino, ni la coquetería enfundada en un revuelo de faldas empuntilladas. No,
más bien se arrebujaban en un poncho rotoso y se trenzaban las salvajes
cabelleras azotadas por el viento. En la cintura una rastra de la que colgaba
una chisca para llevar tabaco, coca o algún trapo para contener heridas, pero
más que nada para cruzarse la faca, que se usaba para despresar una res como
para hundirla al guapo que la enfrentaba en combate.”
“Nada en aquellas mujeres sugería tibieza ni ternura porque estaban
hechas del mismo material que las espinas, que la dureza del clima y los
pedregales sedientos. Se habían convertido en una respuesta, en una
consecuencia del destino que les tocó enfrentar”. ¿Qué mejor definición de estas dos mujeres producto de la tierra y la
elementalidad de la vida en nuestro interior profundo, todavía dominado por la
resaca del colonialismo y el feudalismo en las relaciones sociales?
No mucho se sabe de ellas. De Dolores
Díaz, la tigra, se dice que nació allá por 1820, en La Rioja según muchos, en
Catamarca según otros. De sus padres, nada; de su infancia o juventud, menos.
De ella el historiador riojano Dardo
de la Vega Díaz cuenta que “fue una
activa participante en la lucha montonera. Se olvidó de que era hermana, esposa
o madre de los combatientes y echó leña en la hoguera. La venció el instinto de
libertad y le endulzó sus dolores la sola esperanza del triunfo…Dolores Díaz,
montonera empedernida, preparó revoluciones, atemorizó gobiernos y el general
Taboada la confinó a El Bracho. La tranquilidad de un ejército y la duración de
un sistema exigía su deportación”.
Según la tradición oral, en la
batalla salvó a Felipe Varela de una muerte segura cuando, caído en tierra
porque su montado había caído muerto por las balas, ella lo rescató en las
ancas de su propio caballo. Luego lo acompañaría en la retirada hacia Jachal,
de donde volvería en julio/1867 a La Rioja, donde fue finalmente capturada por
los Taboada y confinada en El Bracho, sobre el Salado, cerca de la frontera con
Santa Fe, una prisión de donde casi nadie salía vivo. Allí fue a parar
acompañada de otras mujeres acusadas de montoneras: Fulgencia de Contreras, Dolores
Andrade, Dolores de Vargas y Micaela Abrego.
Sin embargo, ella volvió al año. Según
se dice, Felipe Varela le había escrito a Fray Mamerto Esquiú desde Bolivia
pidiéndole que intercediera por ella ante los Taboada. No sabemos el resultado
de tal pedido. Finalmente, en 1868 un exhorto del juez federal Nataniel
Morcillo de La Rioja a los Taboada logró que estos la liberaran.
Sus días terminaron en la pobreza en
La Rioja, viviendo de su arte de eximia telera y criando al hijo que, según cuentan,
tuvo con Felipe Varela. Nada se sabe del lugar donde reposan sus restos. Una
estatua de ella engalana el Paseo de la Mujer Federal, inaugurado en abril de
2018 en La Rioja.
Quizás hoy, desde ese podio y tal
como dice el laureado poeta riojano Ariel Ferraro (1925-1985),
Dolores Díaz, la tigra
sueña potros y cuchillos,
y hasta a la muerte atropella
blandiendo el último brío.
Flor morena de los llanos
dulce novia del peligro,
el tiempo salve tu nombre
con este canto que digo.
De Santos Moreno, conocida como la
Rubia Moreno, se sabe, en cambio, bastante más, incluyendo su legendaria
hermosura y bravura.
Rubia Moreno, pulpera gaucha / de falda roja,
vincha y puñal
Se sabe que sus padres eran vascos,
que nació por 1840 y perdió a su madre en la niñez. Por lo tanto, fue criada
por su padre, quien luego de ser capataz de carretas en las travesías de
Tucumán a Rosario, decidió afincarse a orillas del Río Dulce, creando una
pulpería muy cerca del vado del río, camino al Polear y la estancia de Antonio
Taboada en San Isidro. Esto queda hoy muy cerca del barrio Mishky Mayu en La
Banda.
En base a datos proporcionados por
don Clodomiro Carabajal, nacido en 1866, Cristóforo Juarez, uno de los autores
de la zamba “La Rubia Moreno” junto al legendario Agustín Carabajal, en un
artículo en el diario El Liberal del 18 de noviembre de 1979 cuenta que sabía
leer y escribir, por lo que, siendo además buena nadadora, el padre la puso a llevar
la cuenta de los que cruzaban y la carga que llevaban por el paso de Horno
Bajada sobre el Río Dulce, donde quedaba su pulpería.
No
había viajero que no te nombre / por el antiguo Camino Real
También que aprendió del padre el
trato rudo hacia la gente hosca y bravía que pasaba por su pulpería; que tenía
ojos verdes y una mirada penetrante y dominadora.
Eran
sus ojos dos nazarenas / bravas espuelas en el mirar
El que ella tuviera como costumbre
llevar siempre un rebenque en su mano, define su imagen de mujer severa de
carácter.
El narrador contó que de niña jugaba muy
bien al “visteo”, un juego en que luego de tiznarse los dedos se jugaba a la
espada, un juego donde perdía el que se dejaba manchar la cara. Luego siguió el
juego usando palitos tiznados, lo cual, naturalmente, la preparó para el uso
del puñal, que su padre le regaló cuando cumplió los 15 años. Ella acostumbraba
llevarlo en el lado izquierdo, no atrás como lo hacían los gauchos. Completando
su imagen, don Clodomiro contó que era muy buena jugando al truco y la taba. Además, hablaba quichua.
Era más brava que las leonas / de los
juncales del albardón
Comprometida por propia voluntad con
la causa de los Taboada, la Rubia Moreno convenció a su familia, entre ellos su padre, de jugársela por aquellos económicamente, comprometiendo
parte de sus bienes para acompañarlos en la expedición hacia La Rioja. Ella
contribuyó con 17 voluntarios más
sus respectivas monturas, hacienda, y los puso bajo el mando de don José Cruz Carabajal,
padre del informante aquí citado, don Clodomiro Carabajal.
La batalla la encontró al lado de
Antonino Taboada, del otro lado de donde estaba la tigra.
Según se dice, de Pozo de Vargas no
volvió su padre, que murió degollado en combate. Con la pulpería a su cargo
desde hacía tiempo, el lugar se transformó en un centro de comercio, fiestas y
entretenimiento. Era lugar obligado de todo lo que pasaba por el Dulce.
Juntito al vado, tu rancho amigo / alzaba al
viento su banderín
Ahí se sembraba como para alimentar a
una tropa de paso, se acopiaba cuero, lana, lazos, riendas, jerguillas,
bozales y tejidos de todo tipo. Sus fiestas de carnaval con las consabidas
trincheras eran de renombre. Eran los tiempos en que se estaba incubando la chacarera. La fama de su dueña y su buen trato hizo de ella
la madrina preferida para el bautizo de todos los niños, los que luego de
crecidos la llamaban “mamá Rubia”. Su fama y respeto la hicieron intocable, aún
para los Taboada.
Sin embargo, al final, para 1870,
cuando los Taboada cayeron en el desfavor de Sarmiento y perdieron su poder,
ella perdió lo poco que le quedaba y murió cerca de 1890, al igual que Dolores
Díaz, en la pobreza. Sus restos, identificados por los restos de su cabellera rojiza y sus zapatitos rojos, que ella usaba, descansan hoy en el cementerio La Misericordia
en Santiago del Estero, al lado del calicanto, según la historiadora santiagueña Nené de Manfredi..
El recuerdo de ellas, en este
aniversario de la batalla que definió el modelo de país que hoy tenemos, es
especialmente importante porque invita no solamente a meditar en la casualidad del
destino, que llevó a que ambas coincidieran con su presencia en esa batalla
decisiva del destino nacional, sino a reflexionar en los valores morales que movieron
y accionaron su conducta para servir a la patria, no servirse de ella.
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