miércoles, 22 de julio de 2015

GUITARRA ADENTRO

Cuento de Luis Franco

Luis Franco (1898-1988)
1.
Aquel domingo de Ramos -despedida última de carnaval- la gente había acudido a la pulpería de don Mercedes como hormigas a una chorrera de arrope.
Eso sí, era a boca de oración y apenas si había alguno que otro bebido -entre los hombres, se entiende.
Cuando yo entré, el baile se movía con ese desgano de los comienzos, y en ese instante se había hecho una pausa para escuchar a uno de los cantores del pago.
Alguien me chismeo al oído:
-¿Ve aquel mozo que está allí, junto a don Cruz Toledo?

-Sí. ¿Un forastero, no?
-Bueno, dicen que es alguien de avería para la guitarra.
-¿Ah, sí? ¿Y de cuando por estos barrios?
-De hace un par de semanas, a lo sumo.
-¿Y en qué trabaja?
-En cualquier cosa. Lo vi herrando mulas en lo de don Rangel, pero creo que anda de paso buscando trabajo en alguna mina. 

-Ah, ah.
-Aquí anda ya corriendo un chisme traído por alguna lechuza. En su pago -en San Juan, creo- parece que tenía una novia, o algo así, cuando hubo de ausentarse enganchado con un contratista de los ingenios del norte. Volvió al cabe de dos años con sus buenos pesitos en el bolsillo para encontrarse que la prenda acababa de comprometerse con uno de esos hombres a los que les sobra la plata que nos falta a los que andamos sobrando.
-Ah, ya...Pero usted sabe y mejor que yo que novedades de esa laya son viejas como el modo de andar a pie.
-No digo que no. Y muchos lo suelen arreglar con alzarse de hombros y una escupida... o con una barrabasada. Con nuestro hombrecito ocurrió otra cosa: fue como si algo se le quebrase adentro. En todo caso abandonó su pueblo y se echó a rodar tierra, sin rumbo fijo, ocupándose de cualquier cosa, mudando de querencia siempre y al parecer importándole de la vida menos que a un gitano.
-Se habrá dado al trago, de juro.
No, creo que no. Ni al juego. Según diceres, todo su metejón es la guitarra.
-¿Y?...También es hembra y menos maula que muchas! ¿Sabe que se me está despertando la curiosidad como a las viejas? Me gustaría oír a esa chicharra.
-Creo que no se quedará con el antojo. Es cierto que no faltan quienes digan que le gusta hacerse de rogar, por hurañía según unos, y otros que por llamar la atención. Pero no pasan las bolas, según parece.
En efecto, lo que menos traicionaba aquel hombre era hipocresía o vanidad. Vestía, por lo demás, muy a lo pobre y su único lujo era un pañuelo de seda al cuello. 
Al fin mi informante se acercó a él y después de saludarlo con su mejor manera, hablando en voz alta le dijo que ya sus mentas estaban corriendo por todo el pueblo, y que ellas lo estaban medio obligando a dejarse oír. 
El forastero se destosió un poco y demoró en contestar, y al fin dijo que él era un aficionado a la vihuela como tantos y que era mucha honra que le pidieran tocar y que lo haría pese a su temor de que el ruido resultase más que las nueces.
Sacó su guitarra de un estuche muy, pero muy aporreado por el tiempo, y después de una pausa comenzó a tocar.
Una zamba primero. Una chacarera después. Y el efecto no tardó en verse: uno a uno todos fueron volviéndose hacia él como las puntas de los pastos hacia donde sopla el viento. De la boca  de su guitarra, como de un pozo de brujo, iban saliendo cosas que quizás nadie oyera antes. No pasó mucho rato y aquel hombre estaba ya queriendo mandar en todos los corazones, como su patrón, según creí adivinar.
Me dije que el cantor estaba intentando anoticiarnos de muchas cosas, pero sobre todo de los vientos encontrados del amor -a todos, incluso los que creían saber algo y a los que nunca habían oído hablar de ellos. 
Yo estaba pensando que no es pura casualidad que la guitarra tenga cintura y voz de mujer, ya que quizá el corazón de la mujer, como la guitarra, puede dar voces muy distintas según quien la toque. 
El encordado de la guitarra parecía un puente debajo del cual pasasen, atropellándose, aguas profundas. Pero a ratos era como si pasase todo el caudal que pasa por el corazón. Y a ratos parecía desbordarse la creciente de las lágrimas. 
Entonces fue cuando alguien, adivinando el pensar de los otros, dijo, con broma cariñosa, que tal vez ya era tiempo de que desenvainase la voz.
Y el cantó. 
Creo que está de más que diga que yo nunca había oído a un hombre poner así tanta alma en su voz y en la punta de sus dedos.
En una de las pausas reojeé en redondo a la concurrencia, o mejor, pasé revista de soslayo a las distintas caras. Valía la pena. Don Toribio, el carnicero, se había olvidado para siempre, con la boca entreabierta, del bolo de coca que rumiaba. El turco Tufí, con sus bigotes caídos, parecía chupárselos de gusto. El pulpero demoraba en volver a rellenar los vasos. Hasta Ramón Pedraza, el cara de vinagre, tenía ahora un ceño y una cara que no era de él. 
El viejo Braulio, tan callado por lo regular como un árbol sin hojas, fue esta vez el primero en levantar su vaso diciendo sentencioso: 
-Con el permiso de todos, señores, voy a brindar por este hombre- y movió su barba de chivo apuntando al cantor-. Aunque tal vez el pobre no la conozca, nos está regalando la felicidad....
¿Qué quería decir el viejo que tenía mentas de brujo?
Varias voces corearon algo, aprobando. El cantor agachó la cabeza en una media venia tímida pestañeando seguido, como avergonzado.
Y la música y el canto continuaron, porque los concurrentes lo exigían así, con voces como de ruego y mando a la vez.
La belleza -se llame música, mujer o primavera- es quizá la menos turbia de nuestras alegrías, creo; pero también tiene algo del misterio embriagador y tremendo del vino.
¡Caramba la guitarra y la voz de aquel hombre! Música que caía sobre el corazón como sobre un campo en sequía -que ponía el alma en el fiel de la risa y el llanto, digo una demasía de júbilo y un comienzo de angustia-, que era como una enamorada que diese el último adios a su amante ya perdido en la lejanía o lo abrazase con alegría extraviada al regreso de una insoportable ausencia -guitarra tan hambruna y mujerenga a un tiempo que parecía querer acercarnos algunos de los secretos de la noche y las estrellas, o narrarnos las albricias de los pájaros del amanecer, o era de pronto como si alguien sollozase con toda el alma sacudiendo todo el cuerpo.
Que el diablo haga de mi cuero un poncho si miento un chiquito.
Fue entonces cuando advertí otra novedad no menor.
La Dora, la hija de don Mercedes, el pulpero, parecía al fin interesarse por algo que no fuera su propia personita.

¡La Dorita! Era sin duda más lujosamente linda de lo que tal vez esté permitido a la hija de un simple pulpero, aunque él guardase -se suponía- más plata que varias docenas de tipos como yo. El único defecto -si lo era- lo constituía su engreimiento. Se sabía guapa y de ojos de abrirse cancha hasta en lo oscuro, y codiciada hasta de los muy pagados de sí mismos, y tal vez no olvidaba del todo los morlacos de su tatita. Hasta se había permitido rechazar la oferta de casorio de Panchito Rivas, hijo de uno de los cogotudos del pueblo, y ni decir que había contestado siempre con un alzarse de hombros y una media sonrisa compasiva a las insinuaciones o declaraciones de más de un tenorio lugareño o de paso.
No había faltado alguien -de los dolientes, seguro- que pespunteando las cuerdas zumbase la coplita fisgona:
Si un rey buscas para novio / cuatro tiene la baraja 
Era cosa seria la Dora, con sus ojos color de moscatel y sus labios color de mosto y que no conocían más beso que el de la bombilla, y su andar de perdiz presta al vuelo, y su mirar como rehuyendo posarse en alguien. Eso sí, no era menos cierto que su vista alegraba los ojos como un ojo de agua en la travesía o un ceibo emponchado de cucuruchos carmesíes.
La miré con disimulo. Se había quedado con las manos puestas en el respaldo de una silla, olvidada de su aire de mirar por sobre el hombro, con sus ojos dorados (que parecían más grandes y más hondos, como un río crecido) puestos en el cantor.
Eso duró un rato largo. En el silencio que sobrevino se oyó el cric-cric de una de las lechuzas anidadas en el campanario próximo. A mí se me ocurrió pensar que ella estaba esperando (y tal vez rogando) que aquellos ojos oscuros de él se volviesen un momento hacia ella.
Pero creo que no la miró ni una sola vez o, mejor dicho, cuando él alzaba la vista no la detenía en nadie sino que parecía mirar muy lejos, como más allá de nosotros, a menos que estuviese mirando hacia dentro de sí mismo, o que no hallase donde esconder la mirada al saberse centro de la atención tragona de todos.
Mis ojos tropezaron en eso con el bulto de Cirilo López, el  tahur y mujeriego de mal ganada fama de guapo, con su aire de "a mí no me tose ni mi suegra", que estaba espiando a la Dora con un no sé qué sonrisita cínica y ojos que le brillaban como los de un puma encorvado.
Pero, claro está, hubo un nuevo envión de ruegos e insistencias y el guitarrista cedió una vez más. Y lo que vino me pareció que aún dejaba a la culata lo anterior. O quizás era que la música nos había ido entrando poco a poco al corazón como la lima al hierro.
Cosas maravillosas y confusas estaban pasando a través  de mi magín y mi alma, y sin duda de los de todos. La corcovada tristeza de los carros -y el cencerro de la piara en los largos viajes llorando por la querencia remota-, y el canto de la torcaza ahondando la soledad -y la sed arenosa de las travesías-, y la bendición del jagüel con su rumor de risa de niño.
Esas y muchas cosas más. La borrachera del corazón en su amor de primavera o en el de un amor capaz de sobornar al olvido y la muerte -y un ruego sin fondo procurando una tregua del destino-, y un golpear de nudillos en la tapa de la guitarra o del ataúd llamando al ausente sin regreso. Y sin embargo el viejo Braulio tenía razón. Por encima de todo aquello era una alegría más límpida que cualquier otra. Como una cisterna alumbrada en el desierto. Como si en la urdimbre de su instrumento. el guitarrero tramase las fibras más nobles de nuestro ser.
Hubo una pausa. Alguien dijo cerca de mí:
-Me ha hecho recordar mis tiempos de niño y al finado Paredes, que habiendo matado a un hombre en un desafío, embrujó con su guitarra al comisario, y tanto que -según se dijo- hizo la vista gorda para que el preso pudiera limarse los grillos y volar.
Pero no oí más porque la música y la voz volvieron con una audacia más larga como de río que crece:
Cuando se muera Riquelme
dos velas le han de prender
una porque ya se ha muerto
otra porque no ha'e volver.
Y Riquelme tocó y cantó una vez más, la última no recuerdo si fue gato o milonga o qué. Comenzó medio al tranquilo, lerdeando, y después atropelló a fondo, como cuando uno clava las espuelas y se alza sobre los estribos, revoleando las boleadoras detrás de un guanaco en el callejón de los cerros.
La voz y la guitarra crecían como un río, pasando de un extremo a otro, diría del otoño pisado a pura risa en los lagares al canto de la tórtola del monte intentando poner en música el llanto humano, y creo que todos estábamos más o menos borrachos por dentro, digo menos de vino que de guitarra y de añoranzas. ¡Ah, la guitarra, que lo encariña a uno con las propias penas, y hace olvidar la vida y también la muerte, como la sed hace olvidar el hambre!
El cantor estaba echando el resto, sin duda. Todos seguíamos no sólo amontonados sobre nosotros mismos, sino sujetando el resuello, colgados de un hilo. Silencio más santo que el de misa, y que nadie se atrevía a romper.
Ese silencio fue tan hondo que por la ventana entró patente el relincho del cojudo de don Mercedes que pasteaba al otro lado del río. Algunos respiraron con fuerza como caballo que se le afloja la cincha después de un galope. Otros seguían como ausentes de sí mismos. Uno se había quedado en cuclillas, dibujando algo en el piso con un palito, y otro con la cabeza volcada hacia atrás contemplaba la viga del techo. El pulpero demoraba en volver a sus vasos, y doña Rosa, su mujer, se secaba con la punta del delantal las lágrimas que no le cabían en los ojos.
-Eso se llama bravura- sentenció al fin alguien con voz ronca.
-Que me rabajen una oreja- gruñó Cirilo López, al vecino suyo, echando un resoplido aguardentodo por entre sus gachos bigotes-. A mí no me la pega amigo. Este no ha aprendido solito lo que sabe. ¿Cuándo se ha oído tocar así, quiere decirme?
(El otro alzó los ojos, pestañeando seguido como lechuza al amanecer. Bien entendía lo que le querían decir. El que vende su alma al diablo en la Salamanca, suele hacerlo por plata, por mujeres, por poder o por algo que puede procurar esas prendas, aunque no falte algún loco que la merca por cosas  de mucho menos enjundia, como la de ser un jinete inapeable, por ejemplo). 
-Hay gustos, amigos- continuó el fanfarrón metido a zahorí. ¡Vea que empeñar sin vuelta su alma sólo por el capricho de poder, guitarra en mano, enredar el alma de los oyentes en las cuerdas...como la araña enreda moscas en sus hilos!... La vanidad, qué maulas, es más angurrienta que la sepultura...
Alguien se adelantó sin prisa hacia el guitarrero. Era don Agapito, otro de los platudos, presumido de mano abierta, aunque no eran pocos los que rezongaban que no soltaba un peso ni a su abuela sin prevenirse que eso fuera visto de muchos ojos y llegase hasta los oídos de los sordos. Sea lo que fuere, el tal, con el sombrero medio echado hacia atrás y hurgando algo en el bolsillo de su vistoso cinturón de carpincho con rastra de plata y medio volviéndose hacia los asistentes, dijo alzando la voz para que lo oyeran todos:
-Creo señores que yo ni nadie ha oído jamás tocar ni cantar así. Sírvase amigo -remató alargándole un papelito de cien morlacos al cantor-, por si le haga falta esto en la huella, y disculpe
-No hay de qué, y se agradece -retrucó el aludido, recibiendo el chisme al tiempo que se alzaba y se encaminaba hacia el mostrador diciéndole al pulpero:
-Aquí está esto, señor, para que lo beban estos amigos conmigo a la salud del hombre generoso.
Y volvió a sentarse como si tal cosa. Algunos de la rueda enderezaron  las orejas como si hubiesen oído mal. Otros se entremiraron de soslayo. Creo que todos pensarían lo que yo. Desbaratar una centena de patacones que le caían como llovidos del cielo ¿no le quedaba grande al hombrecito a quien no le sobraba acaso un par de chirolas para renovar sus alpargatas? (Pero al mismo tiempo pensé que sólo un pobre es capaz de mostrar desinterés cierto por cosa del bolsico. El rico suele ser arrastrado como basura aunque esté sobre la plata. Y lleva su caja fuerte en las espaldas como una joroba.)
El cantor volvió a su guitarra sin que nadie se lo pidiese, para despedirse, según dijo... Y ahora sí que parecía tocar menos con la punta de sus dedos que con la de su corazón. A ratos parecía un brujo que conociera el sentido de la voz de los pájaros y los vientos, o el arrorró para adormecer a las fieras o las tormentas. Otras veces su guitarra parecía estar en el cielo, con sus cuerdas bajando como hilos de lluvia sobre un secadal. 
Cuando calló, nadie se atrevió con el silencio.
Fue entonces cuando ocurrió aquello que sorprendió o azoró a todos, aunque tal vez no a mí.
Entre indecisa y presurosa, con su cinturita y sus caderas de guitarra, la Dora avanzó de pronto hacia el cantor, y desprendiendo de sus cabellos el único adorno que solía usar, un clavel! -que entonces me pareció más arrebatado que la pasión y el rubor- se lo puso en el ojal de la solapa. Vi que él palidecía primero como uña apretada y después que la sangre se le subía a la frente y que apenas atinaba a musitar algo, mientras ella se retiraba de prisa hacia el interior de la casa. 
Fue poco tiempo después cuando ocurrió el gran reventón. La Dorita se fugó con el forastero. Desde un pueblito lejano escribieron a los padres de ella una carta muy humilde pidiendo autorización  para casarse y dando a entender que no esperaban ni querían ayuda. Las lenguas del pago -las veteranas sobre todo- tuvieron comida para rato, condenando o lamentando la cosa. No figuré entre ellas.
Salvo mejor opinión, yo pienso que eso que llaman matrimonio de conveniencias o resuelto por los padres, es la misa de difuntos del amor. Con la pareja de mi cuento pasó sin duda al revés. Casi todos llevamos escondido o dormido, no sé dónde, un amanecer con pájaros. Eso fue, de juro, lo que el guitarrero despertó en la Dora con la música que crea cielos que no se ven, pero que se oyen. Y ella debió haber adivinado entonces que la rosa -el clavel en su caso- es más útil para nuestra alma que la zanahoria para nuestras tripas. 

Fin
Acompañamiento musical (Columna a la derecha): Los Fronterizos/Guitarra de medianoche; Carlos Di Fulvio/Guitarrero y Horacio Guaraní/Guitarrero



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