jueves, 2 de julio de 2015

FELIPE VARELA


La historia es como el dios romano Jano: tiene dos caras. De un lado los vencedores; del otro los vencidos. Entre los primeros muchos cuya memoria demanda estatuas para no pasar al olvido; que fueron impuestos como héroes oficiales para delinear e imponer un sentido jurídico de nación. Entre los segundos los que desafían esa historia oficial no tanto desde la palabra impresa o las estatuas, sino desde la memoria de los pueblos que saben recordar de qué lado estuvo lo justo, más allá de las derrotas circunstanciales. Por la justeza de su lucha, Felipe Varela pertenece a los segundos; esa pléyade de hombres del interior que, jugados por un modelo de país realmente federal, dejaron todo en su camino, aun sus bienes personales y hasta su familia.


Las razones por las cuales todavía visitamos el  pasado son al menos dos: para refugiarnos de la orfandad del presente y para comprender los conflictos actuales. Y es en lo segundo donde nos encontramos con don Felipe, porque él también sufrió en el pasado, como nosotros en nuestro presente, las frustraciones asociadas al funcionamiento del Estado y su reflejo en la sociedad. En el caso de Varela, esos conflictos estuvieron relacionados al modelo de país que quería imponerse, modelo que enviaba a la bancarrota a las provincias y a los provincianos como él, un campesino devenido en líder militar por necesidad, antes que por aspiración. Sin embargo, al final perdió.

El esquema político ganador estaba dirigido por individuos, hoy próceres nacionales, que creyeron posible trasplantar la supuesta modernidad europea a una sociedad que en los hechos todavía era históricamente colonial en sus valores y actitudes, beneficiándose de paso por estar ligados al negocio de las exportaciones. Las políticas adoptadas llevaron al país a ser parte de un esquema de división internacional del trabajo que, por entonces, era comandado desde Londres. Obviamente, las economías provinciales no estuvieron en condiciones de competir dentro de ese modelo globalizado, y menos aún con las manufacturas europeas. Para dar un ejemplo, los ponchos que antes eran tejidos localmente fueron suplantados por otros hechos en telares industriales en Inglaterra, dejando sin trabajo a las tejedoras criollas. La pobreza del interior fue el resultado natural de esa política. Felipe Varela, también víctima después de todo, se rebeló contra ese modelo excluyente.

Es bueno recordar cómo se llegó a esa estructura que aún nos domina. La idea del modelo arranca en 1830, en tiempos de Esteban Echeverría, cuando éste vuelve de Francia deslumbrado equivocadamente por Europa. Al llegar crea la Asociación de Mayo, una agrupación de jóvenes enemigos de Rosas, todos pretenciosos intelectuales que, sin conocer la realidad europea, deciden impulsar un salto de etapas histórico para hacernos parecer a esa Europa habitada por millones de “miserables”. Ellos creyeron que se podía “modernizar” el país a la fuerza. A ella adhirieron, entre otros, Mitre y Sarmiento, integrantes de la elite que definió el modelo de país a la caída de Rosas. Derrocado éste en 1852, el modelo encuentra su cauce diez años después a partir de la  presidencia de Mitre, institucionalizando una ideología de libre mercado y un sistema de gobierno centralista y elitista que privilegia los intereses  de la oligarquía portuaria.
El control del puerto por parte de este grupo económico implicó la apropiación por parte de Buenos Aires de los bienes generados por todo el país para su propio beneficio. Varela lo dice claramente a continuación de su Proclama, “a la vez que los pueblos jemían en la miseria sin poder dar un paso por la via del progreso, á causa de su propia escasez, la orgullosa Buenos Aires botaba injentes sumas en embellecer sus paseos públicos, en construir teatros, en erigir estatuas y en elementos de puro lujo.” Esa desigualdad que Varela notaba en sus proclamas sigue vigente. Lejos de haber escapado a nuestra historia, seguimos prisioneros e inmersos en ella, gobernantes y gobernados del interior. Ayer fue Varela a caballo junto al  campesinado del interior; hoy nosotros montados en nuestros automóviles y celulares. Nada ha cambiado en su esencia. Seguimos sujetos a las decisiones que se tomen desde el “sillón de Rivadavia”, sea quien sea el que lo ocupe. Que hoy las provincias sean o no ahogadas en su gobernabilidad, sólo depende de la mayor o menor decencia política de quien ocupe la Casa Rosada, antes que de las virtudes del sistema político que nos gobierna.

La vida de Varela es conocida. Nació en Huaicama allá por 1819. En su adolescencia su padre lo envía a Guandacol, a educarse, donde se casa y empieza con sus negocios de arreo de ganado y transporte de mercancías con Chile. Su temprana vida militar lo encuentra junto al general Vicente “Chacho” Peñaloza y su lucha contra Rosas y el centralismo porteño. Una vez derrotado el Chacho, emigra a Chile, desde donde sigue con sus actividades comerciales. En este ir y venir lo sorprende el bombardeo español contra Valparaiso en Chile y las islas de Chincha en el Perú, más la Guerra de la Triple Alianza contra el Paraguay. Varela entonces  vuelve al país, se suma a la lucha contra el gobierno nacional, indignado por la agresión al Paraguay en complicidad con el Brasil y por la indiferencia y neutralidad del gobierno de Mitre ante la intervención española en dos países hermanos. No era para menos: según Rodolfo Ortega Peña y Luis Duhalde, esa guerra era parte de un negocio que venía de unos siete años antes, de tiempos de Urquiza, impulsado por Inglaterra para apoderarse económicamente del Paraguay y expandir su aprovisionamiento de algodón, comprometido por la Guerra de Secesión en Estados Unidos. A su llegada lo espera todo Cuyo convulsionado por la Revolución de los Colorados, una revuelta general en contra de la guerra del Paraguay y las levas forzadas de gauchos, quienes eran levantados a la fuerza de sus ranchos para luego ser acollarados con tientos y ser enviados a la carnicería de la guerra contra el Paraguay.  A pesar de los triunfos iniciales, al movimiento cuyano le llega su derrota militar en San Ignacio (San Luis) el 1de abril de 1867. A Varela, en cambio, le llega Pozo de Vargas el 10 de abril, una batalla que, contrario a lo que se dice, gana porque deja a las tropas de Taboada con lo puesto al tomarle el parque artillero, la caballada y hasta sus bienes personales, pero que no se concreta porque abandona el campo de batalla acuciado por la falta de agua. Según Eduardo L. Duhalde, la decisión de Varela generó una confusión que Taboada o los que lo siguieron explotaron folclóricamente con fines políticos, tomando la zamacueca “Zamba de Varela,” que la banda de música de Varela tocaba, y cambiándola a la actual y mentirosa Zamba de Vargas.

A partir de Pozo de Vargas la estrella de Varela va camino a su ocaso, a pesar de algunos triunfos contra fuerzas superiores y bien aprovisionadas. Camino a su exilio toma Salta por unas horas, sin saquearla, como miente por ahí una zamba mal intencionada. En Bolivia, ya exiliado, recibe el apoyo del impredecible presidente Melgarejo. A su retornó Varela es derrotado. Pero esta vez Melgarejo, que había sido comprado por la diplomacia brasileña, le niega ayuda, por lo que se exilia en Chile, donde muere de tuberculosis a los 51 años, en la miseria total.

La imagen de Felipe Varela ha tenido diversas versiones según los tiempos e intereses en juego. Después de su muerte fue borrado por la historia oficial y denigrado por autores al servicio del liberalismo, como Vicente Almonacid, Antonio Zinny, Francisco Centeno y otros. Sin embargo, su historia empieza a cambiar con el historiador salteño Atilio Cornejo a mitad del siglo XX, cuando define la lucha de Varela como una verdadera revolución federal. 

Luego seguiría su revaloración de manos del sacerdote Ramón Rosa Olmos en 1957 con su Historia de Catamarca y poco después las Jornadas de Estudio sobre Felipe Varela de 1967, organizadas por la Junta de Estudios Histórico de Catamarca, que completarían la visión histórica de Varela. En esas jornadas participaron destacadas figuras intelectuales como Armando R. Bazán, Gaspar Guzmán, Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde, Gerardo Pérez Fuentes y otros historiadores. Citamos algunas de sus opiniones. Para Bazán y Guzmán, “por su origen familiar y por sus atributos de mando, F. Varela pertenecía al linaje de los conductores de pueblo….Sólo así se explica que esa multitud de paisanos que formaron su ejército lo hicieran voluntariamente y no a merced de reclutamientos compulsivos, vejatorios de la dignidad humana, como los que utilizara el Gobierno Nacional para llevar soldados al frente paraguayo.” 

A su vez, el presbítero Olmos, luego de recordar la actuación de Varela en el Ejército de la Confederación junto a Urquiza [de quien fue edecán] dice que “leyendo su manifiesto y sus cartas descubrimos un jefe con un claro pensamiento nacional y americano; postulaba la unión con las demás repúblicas americanas, la paz con el Paraguay y pide el retorno de la Constitución de 1853, sin las reformas introducidas por exigencia de Buenos Aires”. Bazán es terminante cuando, luego de apoyar la opinión de Felix Luna de que “pocas veces se expuso un programa tan explícito y concreto como el que propuso Varela…” dice a su turno que “Felipe Varela encarna las ideas y los sentimientos de las provincias interiores” y que “su revolución constituye junto con el movimiento cuyano [Revolución de los Colorados] el último intento de envergadura para…zafar al interior de la tutela y la marginación en que lo habían sumido el liberalismo porteño…”.  No menos contundente es Gerardo Pérez Fuentes cuando dice que “este paisano de quijotesca figura, intrépido capitán de huestes montoneras, es símbolo de valor y de sacrificio, y un idealista que soñó con la patria grande que anhelaron Moreno, Belgrano y San Martín”.


Estas  opiniones nos eximen de todo comentario. La trayectoria personal de Felipe Varela demuestra que no fue un gaucho bárbaro ni enemigo de la civilización, como algunos dicen. Por el contrario, su accionar demuestra un compromiso personal con su momento histórico y con la patria; con ideales que todos hoy damos por sentados pero que no pasan de la mera declaración: la del federalismo.  Su entrega personal hasta llegar a la pobreza, la enfermedad y la muerte por sus ideales es inspiradora y bastan para considerarlo un patriota genuino y para colocarlo en el altar de la patria por méritos propios. 

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